Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

2 de octubre de 2016

El Grito de los Refugiados



EL GRITO DE LOS REFUGIADOS
(En base a nuestra experiencia en los campos de refugiados en Grecia)
Fernando Bermúdez 

Escribo estas líneas con dolor, pasión, ternura e indignación después de la visita que, durante mes y medio, hicimos este verano, Mari Carmen y yo,  a los campos de refugiados en Grecia. Nos motivó la solidaridad con la humanidad sufriente y el reconocimiento de la presencia viva de Jesús en los sintecho, migrantes y refugiados, que son los crucificados de la historia de nuestro tiempo.

Mari Carmen y yo vivimos hace más de treinta años una experiencia similar con los refugiados guatemaltecos en Chiapas y Yucatán (México). Fuimos testigos del dolor de quienes se vieron forzados a huir de su tierra, cruzando montañas, selvas y ríos, para salvar la vida frente a la política de tierra arrasada y las horribles masacres cometidas por el ejército durante la dictadura militar. Al escuchar aquellos testimonios salimos muy impactados. Nunca nos habíamos imaginado que existiera tanta crueldad en el corazón del ser humano. 

Ahora hemos revivido aquellos tiempos al entrar en contacto con los refugiados que huyen de la guerra en Oriente Medio. El fenómeno de

los refugiados sirios es el mayor drama humano desde la Segunda Guerra Mundial, según Amnistía Internacional. Son 65 millones de refugiados en todo el mundo, según ACNUR, siendo Siria uno de los países más afectados con casi 6 millones de refugiados y cinco millones de desplazados internos.
Duele este mundo. Duele la injusticia. Duelen las guerras. Duele el sufrimiento de la gente. Duele la falta de sensibilidad y solidaridad para abrir fronteras y acoger a los que reclaman ayuda y quieren vivir en paz y con dignidad. 


El trabajo de los voluntarios en los campos de refugiados en Grecia no solo se limita a la asistencia. Hay otra tarea tan importante como la comida o la distribución de ropa, calzado o medicamentos. Se trata de escuchar y dar cariño a personas que vienen sufriendo más de cinco años de guerra, que han perdido a familiares y amigos a manos del  ISIS (estado islámico en inglés)  o por los bombardeos del gobierno Bashar al Assad y sus aliados, que han hecho un viaje durísimo en donde también han visto morir a compatriotas ahogados en la travesía del mar. Todos hemos visto al niño Aylán Kurdi muerto sobre la arena de la playa. Después de él otros 447 niños murieron ahogados en la travesía del mar.

Entre los testimonios recogidos aparece la triste experiencia de la no acogida en el continente europeo que ellos tenían idealizado. Se sienten rechazados, excluidos, olvidados  por una Europa que ha encallecido su alma. En medio de este abandono y desesperanza los refugiados nos veían a los voluntarios como hermanos solidarios. Por eso los niños corrían detrás nosotros para jugar o darnos un abrazo. Necesitan ser acogidos, valorados y queridos. Los refugiados agradecen sobremanera  la presencia de los voluntarios. “¿Qué sería de nosotros sin ustedes?”, nos decían. Un refugiado de Palmira  comentaba que el día que llegue la paz a Siria le gustaría que fueran los voluntarios y las pequeñas ONGs que los han acompañado a celebrar con ellos una gran fiesta.

Casi todo el tiempo que estuvimos en los campos de refugiados nos dedicamos a visitar jaima por jaima, a hablar con la gente y recoger testimonios, que pronto publicaremos en un librito. Nuestra sociedad debe conocer el clamor de los refugiados. Escuchándoles, quedamos impactados. A veces ni dormir podíamos después de haber escuchado sus vivencias. Unos huyen de las masacres del llamado Estado islámico. Los kurdos han sido los más perseguidos por los yihadistas. Violaban a las mujeres, decapitaban a los hombres y quemaban vivos a los niños. 

Otros huyen de los bombardeos del gobierno sirio apoyado por Rusia y de Estados Unidos, sobre todo en las ciudades de Damasco, Palmira y Alepo. Más de cuatro millones de personas deambulan de un lugar a otro dentro de Siria huyendo de la muerte, sin encontrar un lugar seguro.

Pueblos enteros salieron huyendo por las montañas, pasando hambre y sed y durmiendo a la intemperie, para entrar en Turquía, donde fueron también maltratados por la policía. 

En medio de muchas dificultades lograron llegar a la costa en Esmirna y de ahí, pagando grandes sumas de dinero a las mafias,  tomaron una lancha plástica hacia las islas griegas. Muchos murieron ahogados en la travesía del mar. 

Los que lograron salir a Jordania, Líbano, Turquía o Grecia son, de alguna manera, dichosos. Pero lo triste es que Europa permanece impasible ante este drama. En vez de abrir sus fronteras para dar acogida solidaria a los refugiados, los tiene viviendo en condiciones deplorables en esos “campos de concentración”. 

En tiempo de lluvia el agua inunda las tiendas de campaña. Duermen sobre mojado. Y sobre todo sin esperanza debido a que la Unión Europea les ha cerrado las puertas. “¡Abran las fronteras!”, fue el grito de miles de jóvenes griegos y europeos de distintos países en la Caravana de Solidaridad a la que acompañamos en Grecia entre los días 15 a 24 de julio y a la que se sumaron multitud de refugiados. A este grito se sumaba también el de  “¡Parad la guerra!”. La guerra no es nuestra, obedece a los intereses geopolíticos y económicos de las grandes potencias, nos decían. 

Y nosotros nos preguntamos: ¿sonará el grito de los refugiados en la conciencia de nuestros gobernantes y en el corazón de los creyentes? No sé. Tal vez sí, tal vez no. Pero lo que sí estamos  seguros es que ese grito ha llegado al corazón de Dios. Y está cuestionando a Naciones Unidas, a la Comisión Europea, a los fabricantes de armas, a nuestro ministerio del Interior… y a todos nosotros: “La sangre de tus hermanos que ha sido derramada en la tierra me pide a gritos que haga justicia” (Gn 4,10).