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«Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1 Jn
3,18). Estas palabras del apóstol Juan expresan un imperativo que ningún
cristiano puede ignorar. La seriedad con la que el «discípulo amado» ha
transmitido hasta nuestros días el mandamiento de Jesús se hace más intensa
debido al contraste que percibe entre las palabras vacías presentes a menudo en
nuestros labios y los hechos concretos con los que tenemos que enfrentarnos. El
amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su
ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres. Por otro lado, el
modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo recuerda con
claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero (cf. 1 Jn 4,10.19); y
nos amó dando todo, incluso su propia vida (cf. 1 Jn 3,16).
Un
amor así no puede quedar sin respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es
decir, sin pedir nada a cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón
que cualquier persona se siente impulsada a corresponder, a pesar de sus
limitaciones y pecados. Y esto es posible en la medida en que acogemos en
nuestro corazón la gracia de Dios, su caridad misericordiosa, de tal manera que
mueva nuestra voluntad e incluso nuestros afectos a amar a Dios mismo y al
prójimo. Así, la misericordia que, por así decirlo, brota del corazón de la
Trinidad puede llegar a mover nuestras vidas y generar compasión y obras de
misericordia en favor de nuestros hermanos y hermanas que se encuentran
necesitados.