Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

24 de agosto de 2017

BLIM 21-22



21  La orquesta de Augusto

Pasé una semana en el pueblecito pampero. Pensaba yo que en un sitio tan lejano y tranquilo estaría toda mi vida. Pero no.
Una mañana llegó al pueblo un automóvil. Era un trasto grande y viejo. Toda la gente salió a recibirle. Toño también salió dando gritos de alegría:
         ¡Augusto, Augusto!
También en la puerta misma del carro estaba escrito con letras grandes y amarillas: "Augusto y sus muchachos". Dentro venían cinco hombres vestidos de gauchos. Traían sus trajes mucho más nuevos y con más colores que los de la gente del pueblo. Se notaba que no habían montado a caballo ni habían trabajado entre el ganado.
El automóvil se detuvo en la plaza del pueblo. Salieron los cinco y uno de ellos, con bigotazos que le colgaban por la barbilla, saludó con mucha alegría a Toño.
         ¡Cuánto tiempo sin verte, Augusto! — dijo Toño.
         Y vos, ¿cómo estás? — contestó Toño.
         Cansado de los viajes y de los trabajos. Pero tenemos más viajes y más trabajos todavía.
Mientras ellos hablaban, los otros cuatro hombres sacaban del auto sus maletas y varios instrumentos: un arpa, dos guitarras, un tamborcito, un violín y una flauta. Los chiquillos, los hombres y mujeres rodeaban el auto con curiosidad.
Por fin, los cinco viajeros entraron con Toño en su casa. Toño les sirvió la comida y ellos le iban contando sus viajes.
"Augusto y sus muchachos" eran un grupo de músicos que iban de un lado a otro. Interpretaban la música de los pueblos argentinos y — según decía Augusto — habían ganado mucha plata. Ahora venían a despedirse de su pueblo para hacer un viaje más largo. Tenían contratos en América del Norte. Toño les felicitó. Al final de la comida salieron todos de casa y yo me quedé sola.
No sé de qué hablarían aquella tarde, pero a la mañana siguiente, cuando empezaron a meter otra vez las maletas y los instrumentos en el carro, vi que Augusto y Toño se acercaban a mí. Augusto tenía su guitarra en la mano. Nos saludamos ella y yo, pero antes de que pudiéramos hablar — y casi sin darme cuenta — me encontré en manos de Augusto, que me metió en su automóvil. Toño, por lo visto, se quedaba con la guitarra de su amigo.
         ¡Adiós, Augusto, buena suerte!
         ¡Adiós, Toño!
         ¡Adiooos!
Todo el pueblo agitaba los pañuelos.
Aún no había salido de mi sorpresa cuando ya estaba el automóvil corriendo y botando por un camino lleno de baches.
         Hola, chica; ¿qué haces ahí tan despistada? — me dijeron mis nuevos amigos.
Les saludé a todos y me presenté:
         Yo soy Blim, guitarra del taller de papá Fernandez
Ellos me contaron algo de su vida y sus viajes. Les pregunté si sabían a dónde íbamos ahora.
         No — me dijo el arpa, que llevaba la voz cantante —  sólo sabemos que tenemos que montar en avión.
         ¡Otra nueva aventura! — dije para mis adentros.

Llegamos al aeropuerto, donde todos nos miraban con curiosidad. Atravesamos salas y pasillos y al fin salimos a la pista, donde nos esperaba un gran aparato. Subían a él pasajeros de todos los tipos. Un señor gordo con una cartera tan gorda como él. Una mamá con dos niños que lloraban. Dos estudiantes muy morenitos,...
A nosotros nos pusieron detrás, en un departamento de equipajes. Tuve la suerte de que me apoyasen junto a la ventana para poder conocer el paisaje. Soy muy curiosa, no lo puedo remediar.
Oí el fuerte ruido de los motores. Empezamos después a correr por la pista como un bólido de carreras, hasta que me di cuenta de que no estábamos ya en la pista, sino un poco más arriba.
Más arriba cada vez, y debajo de nosotros empezaron a pasar árboles y carreteras... y las casas empezaron a verse pequeñas debajo. A un lado  se distinguían  los montes y al otro, a lo lejos, se veía 
el mar... Y yo pensé que no tendría nada de gracia caerse desde allí arriba a tierra ni caerse al mar tampoco... ¡Como los peces no saben tocar la guitarra...!










22  Aterrizaje

El viaje fue muy rápido, pero muy largo también. Por debajo de nosotros quedaban las llanuras, grandes bosques, ríos, pueblecitos o ciudades que aunque eran grandes se veían como hormigueros pequeños. A veces pasamos junto a montañas tan altas que algunos de sus picos subían más que nuestro aparato.
Paramos en varios aeropuertos, donde descendieron algunos pasajeros y subieron otros. Empezó a hacerse de noche, pero nosotros seguimos volando. Por debajo no se veían más que las luces de las ciudades.

Empezó a amanecer. El sol salía poco a poco del mar, allí a lo lejos. Delante de nosotros se veía una ciudad que se iba haciendo más grande cada vez. Me fijé que tenía unas casas altísimas. Nunca había visto casas tan altas. El avión descendía sobre un aeropuerto... Descendía; ya estaba muy cerca del suelo... Ya tocamos tierra... Y después de una larga carrera nos detuvimos.
Se abrió la puerta, pusieron la escalerilla y todos los pasajeros salieron. A nosotros nos bajaron más tarde. Entonces hubo algo que me extrañó:
         Qué cosas más raras dicen — le pregunté a la otra guitarra. ¿Te has fijado?
         Es que hablan en inglés —me contestó ella — . ¿Tú no sabes inglés? No te preocupes, que puedo traducirte todo.
         ¡Vaya una guitarra más lista! Y ¿puedes decirme dónde estamos?
         Sí, claro; ¿no has visto esas casas tan altas? Son los rascacielos de Nueva York.



Mientras hablábamos nos habían sacado a la calle y nos habían montado en un automóvil tan grande como el de Augusto, pero mucho más moderno y bonito.
Empezamos a correr por una-ancha pista. Pasamos por un gran puente de hierro que ya había yo visto desde arriba. Entramos por unas calles donde había tantos autos que casi no cabían. Y al fin nos bajaron delante de un portal donde ponía "Hotel" y otro nombre raro que no recuerdo.
Allí esperaban a los cinco músicos unos señores que les saludaron con simpatía. La otra guitarra iba traduciendo todo lo que hablaban.
         Dicen que seamos bien venidos... Que tenían muchas ganas de escucharnos... Que están seguros de que nuestras canciones van a gustar mucho a la gente... Que en este hotel estaremos muy bien...
En aquel momento llegaron otros hombres con máquinas de fotos y se pusieron a retratarnos. Los cinco músicos sonreían y nosotros, los instrumentos, también. Lo que pasa es que a nosotros no se nos nota si sonreímos o estamos serios. Pero entonces sonreíamos, ¡palabra!