Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

11 de agosto de 2017

BLIN 17-18



17 Tierra 

Una mañana, por el ojo de buey del camarote, vi una montaña gris a lo lejos. También la vio el capitán y dijo muy tranquilo: Ya llegamos.

Luego subió a cubierta para dar órdenes.

La montaña, con la tierra que la rodeaba, se fue agrandando y poco a poco empezamos a distinguir el puerto. Un puerto más grande, mucho más que aquél de donde habíamos salido.

Los marineros se daban prisa preparando el atraque.

El barco entraba despacio, lentamente. El capitán me llevaba colgada de su hombro. Como siempre, estaba muerta de curiosidad. Ya se distinguían claramente los edificios, las grúas y tos muelles. Hasta se oía hablar en un lenguaje extraño que no entendía. Yo notaba mucho movimiento a nuestro alrededor. Los remolcadores nos ayudaron a atracar. El práctico del puerto daba las órdenes precisas.

Despacito, despacito, el barco se fue acercando al muelle. Lanzaron las amarras. Sujetaron las maromas y todo quedó dispuesto para echar la escalerilla.


¡Echen la escalerilla! —gritó uno desde abajo.

¡Oh, si hablan español! ¿Estaremos en mi tierra otra vez? — me preguntaba yo.

Pues sí estábamos  en América del Sur, pero no en mi tierra. En una de las naciones donde la gente habla como nosotros y donde hay muchos que se llaman López y González.

Acompañando a la Policía, subió al barco un señor con gorra oscura. Era el jefe de la aduana y preguntó:

¿El señor capitán?
Para servirle, señor; aquí estoy —dijo el capitán.
¿Qué mercancía traen ustedes?
Traemos muchas cosas; principalmente juguetes y zapatos.

Pero el jefe de la aduana debía de ser muy desconfiado. Mandó abrir algunas de las cajas y sacos para ver su contenido. Luego pidió los documentos al capitán.

Hacía unos días que yo notaba algo raro. Desde el momento en que aquel ratero huyó conmigo de la estación, me había parecido que mi corazón hacía "toc, toc" más fuerte que de costumbre. Naturalmente, el hombre que me llevaba no se dio cuenta. Tenía otras cosas de que ocuparse.
Pero desde entonces, cuando me encontró el capitán en la calle, al salir del puerto español, cuando el delfín "Constantino" se acercó a nosotros... siempre que me encontraba con alguien o me despedía, sentía que mi corazón daba unos latidos más fuertes.

Nadie se había dado cuenta de ello hasta entonces. Pero, aquel señor de la gorra azul, tan desconfiado, cuando revisaba los documentos del capitán se quedó quieto mirándome.

¿Qué lleva usted ahí? — preguntó al capitán.
Una guitarra, ¿no lo está viendo?


¿Nada más? Traiga, a ver...

Se quedaron los dos en silencio y se escuchó más claro mi "toc, toc". No lo podía evitar. El jefe de la aduana me acercó a su oído. Puso cara de extrañeza, me sacudió un poco, miró por el agujero de mi caja y fijó luego su mirada muy serio en el capitán.
Aquí dentro suena algo... — le dijo — , algo como un reloj... o una bomba; sí, algo extraño.

Pero ¿qué dice usted? — exclamó el capitán enfadado.
El de la aduana no contestó, se dio media vuelta y bajó del barco llevándome consigo como si fuera contrabando. Al ver cómo se ponían las cosas, mi corazón sonaba cada vez más fuerte y el vista de aduanas, con miedo de que fuera a explotar, me llevó de prisa a su oficina.

Allí me examinaron otros hombres. Me metieron en el aparato de rayos X y se miraron unos a otros, llenos de extrañeza. Yo no entendía ni comprendía nada.

Aquí no hay nada; todo es madera — se dijeron.
El jefe tuvo que llevarme otra vez al capitán, que estaba furioso. Al verme dijo:
Si  este chunche  puede  proporcionarme  disgustos,  en cuanto pueda lo vendo.
Y se quedó más o menos tranquilo.

Poco a poco se me fue calmando el corazón, pero me quedó una gran tristeza al pensar que nunca podía estar mucho tiempo con nadie. ¡Qué mala suerte la mía! ¡Con lo alegre que yo soy...! ¡Quién pudiera encontrarse en la calle del Calamar!

18  Los vaqueros
Nuestro barco no se detuvo en aquel país. De puerto en puerto, fuimos visitando muchos lugares de América del Sur. Pasamos junto a las costas del Brasil y de Uruguay, y una noche nos acercamos a uno de los mayores puertos que he visto en mi vida.

Buenos Aires — dijo el capitán.

Detrás de las luces del puerto se veía toda la iluminación de una ciudad moderna y extensa. Atracamos. Las grúas se dedicaron a bajar los bultos que llevábamos.

Cuando todo estuvo terminado, los marineros descendieron al puerto. El capitán, conmigo al hombro, también bajó y se quedó un rato paseando junto al barco.


En aquel momento se escuchó un pitido. Un tren de vagones oscuros y sin ventanas se acercó por las vías del muelle y se detuvo a pocos metros de un barco mucho más grande que el nuestro. Este barco tenía extendida una ancha pasarela.

Se abrieron las puertas de los vagones, escuché un concierto de mugidos y en seguida comenzaron a salir del tren vacas y más vacas.

Unos hombres armados de palos las conducían a la pasarela y poco a poco todas ellas fueron entrando en el gran barco.
Los hombres que las guiaban llevaban unos pantalones amplios, iban calzados con botas altas, armadas de espuelas, y sobre los hombros tenían una manta de bellos colores. Todos tenían también barba o grandes bigotes.
El capitán observaba cómo entraban las vacas en el buque y después nos fuimos lentamente hasta un  café del puerto, que esta vez no se llamaba "El Pez de Oro", sino "El Pez de Plata".

Se sentó el capitán en una mesa y pidió comida. A mí me dejó apoyada sobre una silla. En "El Pez de Plata" había mucha animación. Entraban y salían muchos hombres, sobre todo marineros, y se charlaba en voz alta, casi a gritos.

Cuando mi amo terminaba su cena entraron en la taberna tres de los vaqueros que habíamos visto en el puerto y se sentaron cerca de nosotros. Hablaban de una manera un poco difícil de entender, despacio y sin gritar. Al poco rato uno de ellos volvió la cabeza y se me quedó mirando.


Bonita vigüela, patrón — le dijo al capitán.

No es mala — contestó él casi sin mirarme—; me gusta su sonido... aunque no tengo mucho tiempo para tocarla.

¿Me permitís? — pidió el vaquero, alargando la mano. El capitán se la dio y él me rasgueó un poco con los ojos entornados   y   canturreando   entre   dientes.   Yo   estaba   un   poco asustada, porque aquel hombre me manejaba de una manera un poco diferente de los demás. Y encima me llamaba vigüela..., pero se notaba que para él la guitarra, o la vigüela, no tenía secretos.

Cuando terminó su prueba, el vaquero le preguntó al capitán cuánto dinero quería por mí. Discutieron un rato, porque parece que el capitán pedía mucho y el vaquero quería dar demasiado poco.

Yo soy pobre, patrón —decía el vaquero —, pero nosotros los gauchos no podemos vivir sin música.  Dejádmela vos barata.

Y como el capitán tenía ganas de abandonarme después de mi aventura con el policía, se la dio barata. Luego saludó a los vaqueros y se fue. Mi corazón empezó a latir otra vez con fuerza, pero el vaquero, o mejor dicho el gaucho, no se extrañó.

Buena vigüela es ésta — dijo a sus compañeros — , y tiene corazón sensible como la otra que me pisaron las vacas.

Buen susto me dio cuando dijo esto. Me imaginé que algún día me olvidarían en el suelo del establo y el rebaño de vacas pasaría por encima de mí, destrozando mis tablas y cuerdas. Pero, en fin, ya estaba acostumbrada a la vida de peligros. Seguramente que aquel gaucho no sería tan descuidado como el travieso Juanjo.