Ellos tuvieron que
reunirse a escondidas en las profundas cuevas que usaban como cementerios.
Hasta que hacia el año
313 uno de los emperadores pensó: “Mejor que perseguirlos, vamos a atraerlos a nuestro bando. Que apoyen nuestro imperio".
...Y parece que lo
consiguieron.
Fue un tal Constantino
quien puso la miel en los labios de los antes perseguidos y todo cambió.
Les quiero hablar de un
antes y un después.
Antes de aquellos
tiempos (como unos trescientos años) y después, cuando las
cosas poco a poco fueron dejando de ser “como en
aquellos primeros tiempos”.
DEJEN QUE PRIMERO LES
HABLE de cómo eran aquellos tiempos.
Desde cerca del año 30 de nuestro calendario “cristiano”
hasta los alrededores del año 313.
Empecemos, pues, con
AQUELLOS TIEMPOS.

Me refiero a la época
en que Jesús de Nazaret, que parecía en la cumbre de la popularidad, atrayendo a multitudes sobre todo en la región de Galilea, al sur de Siria, atrayéndolas por las palabras que decía,
sobre todo cuando hablaba de cambiar este mundo dominado por
reyes y reyezuelos dominantes para hacer otro mundo nuevo, el reino de su Padre celestial con felicidad para toda la
pobre gente. En el mapa, mar de Galilea (Atlas de la Biblia).
Atrayéndolas también
por lo que hacía: corría la voz de que curaba a los
enfermos y poseídos por el demonio (los trastornados, loquitos
de entonces)... y hasta se decía que había resucitado muertos.
Y atrayendo sobre todo
por el cariño que mostraba con los más pobres y
despreciados de aquella sociedad: mendigos, enfermos, pecadores,
cobradores de impuestos al servicio de los invasores romanos...
Pero esa atracción de
Jesús sobre los pobres chocaba con la antipatía de la "gente
bien", rica y poderosa, los sacerdotes y servidores del templo,
los fariseos piadosos (hoy los llamaríamos beatos,
cachurecos, cumplidores de detalles de la ley pero no interesados
de lo que para Jesús era lo principal: los pobres, enfermos,
marginados, la “mala gente”.
Para los sacerdotes del
templo y los sabios que estudiaban la ley...ese predicador
popular de Galilea no era religioso, era rebelde contra las normas
importantes de la ley. Para ellos era lo importante no trabajar
los sábados, no comer carne prohibida (cerdos...), ponerse
vestidos sagrados... vivir a costa de las limosnas conseguidas en
el templo. Ese Jesús les irritaba, había que hacerlo
desaparecer.
Jesús, cuando vio que
las cosas se ponían mal, que buscaban cómo quitarlo de en
medio, invitó a una cena a sus amigos. Para él, el
comer juntos era una señal importante de amistad, de compartir.
La cena sonó a despedida, sobre todo cuando partió el pan y
compartió el vino diciéndoles que era su cuerpo y sangre, y cuando, aunque era su
rabí (maestro), se arrodilló a lavarles los pies.
Conviene recordar
algunos detalles de la pascua judía. Se celebra en el marco de
una cena. En el fondo, es una cena con lecturas y salmos. El
pan ácimo (como las hierbas amargas) es símbolo de las
dificultades pasadas. Es el pan de los perseguidos, el pan de la miseria y
de la prisa, el pan que hubo que llevar y cocer antes de que
fermentara. En el marco de esa cena, cada uno relata su historia y
todos juntos celebran la historia común. Dios abre en la historia un
camino de liberación al oprimido. El creyente, agradecido y
esperanzado, levanta la copa.
Después de aquella
cena, fueron al huerto de los olivos, cerca de las murallas. Allí vino
la tragedia.
No se lo cuento, es lo
que más conoce la gente sobre Jesús, ya saben:
Lo juzgaron, lo
torturaron, lo mataron.
Lo desconcertante fue
que no terminó todo allí.
Lo lógico hubiera sido
que aquel grupito de amigos que ni siquiera lo acompañaron
en su muerte, sino que escaparon como conejos y lo
dejaron solo en la cruz...
Sólo quedaron por allí,
cerca del crucificado, algunas mujeres valientes...
Lo lógico hubiera sido
que, después del fracaso, aquellos cobardes hubieran
vuelto cada uno a su trabajo: la pesca, la oficina de tributos, el
campo de trigo o las viñas...
Otros amigos y amigas
fueron quienes pidieron su cuerpo al gobernador y lo
llevaron a enterrar.
Pues lo desconcertante
fue que algo raro sucedió de modo que sus discípulos
empezaron a sentir que aquel muerto, crucificado, había
vuelto.
Especialmente las
mujeres de su grupo lo encontraron vivo, se lo dijeron a los
discípulos aún escondidos... y el ¡Jesús vive! empezó a resonar
por Jerusalén y por Galilea, donde sobre todo había vivido
y predicado.
Aquella frase que les
dijo al fin de la cena: hagan esto en memoria mía fue para
ellos una consigna... se reunían, cenaban, partían y
compartían el pan y el vino con una cena sencilla en su memoria.
¡En su memoria! Allí hacían lo que les estuvo diciendo y
comentaban el bien que estuvo haciendo. Se les juntó más gente
que iban a esas reuniones donde les hablaban de él y a las
comidas, muchas veces a escondidas, clandestinas. Los que
se juntaban al primer grupo de apóstoles y apóstolas, hombres y
mujeres, se iban enterando de las noticias buenas, lo
que Jesús había predicado y practicado.
En griego eu = buena ,
angelion= noticia (hoy decimos en español evangelio, pero al principio no
existían los libros. Se transmitían las buenas noticias de viva
voz y algunos las escribían en hojitas de unas plantas (no había
papel), papiros las llamaban.
Los que empezaron a
convencerse de que sí, de que de algún modo estaba vivo, se
fueron reuniendo en grupos y recordando que algo tenían que
hacer en memoria suya.
En un libro pequeño, de
rollos de papiro que no son los evangelios sino que
cuenta lo que empezaron a hacer los antes asustados discípulos,
cuando perdieron el miedo, en ese libro se cuenta que, como el
número 12 era para ellos importante (por las 12 tribus de
Israel), y ellos eran 11 porque Judas avergonzado y
desesperado desapareció y ya no estaba con ellos (cuentan que se
suicidó), eligieron a un tal Matías como el número 12 en la
alineación del equipo de apóstoles.
Pero pronto se dieron
cuenta de que ese numero 12 se les quedaba pequeño. Que junto
con ellos estaba María, la madre de Jesús, y otras
mujeres. Que aquel grupo no era sólo cosa de hombres, y las mujeres
como María de Magdala y otras más habían sido las más
valientes en los momentos trágicos de la muerte del líder. Ellos
no tenían derecho a dejarlas fuera.
Nota de actualidad: Aún
hoy, dos mil años después, los sucesores de los
apóstoles todavía andan dudando si las mujeres pueden
proclamar en las asambleas el evangelio y partir para
todos el pan. Fíjense cómo andamos, qué avanzados
somos veintiún siglos después.
Pero volvamos a los
tiempos aquellos.
Se fueron dando cuenta
los doce y las mujeres que, en cuanto predicaban palabras
sobre Yeshúa se les iban juntando cientos de gente.
Dejen que les copie
unas frases de ese libro, los hechos de los apóstoles o, mejor, de
los primeros seguidores. Todos ellos (apóstoles, apóstolas y
quienes se les iban juntando) fíjense como vivían según
cuenta ese libro:
"Todos los que
habían creído vivían unidos; compartían todo cuanto
tenían, vendían sus bienes y propiedades y repartían
después el dinero entre todos según las necesidades
de cada uno. Todos los días se reunían en el templo
con entusiasmo, partían el pan en sus casas y compartían
sus comidas con alegría y con gran sencillez de
corazón. Alababan a Dios y se ganaban la simpatía de
todo el pueblo”.
Cuando se habla de
partir el pan se está tratando de lo que hoy llamamos misa; pero
fíjense qué diferencia con nuestras misas de hoy:
1.-Entonces “en
aquellos tiempos” no tenían templos donde celebrarla. Se juntaban
aquellas pequeñas comunidades en casas particulares.
2.-Para aquella comida
llevaba cada uno lo que tenía. Lo que hoy se llama en
broma, comida de traje. O sea: “yo traje esto,” “yo traje esto
otro”, “yo no pude traer nada”... “pues no importa todos
compartimos lo que hay.”
3.-En aquellas reuniones podían participar todos. Lo dice San Pablo: "Podéis profetizar todos uno a uno, para que todos aprendan y se animen". No es como ahora, que sólo habla el cura. La palabra "homilía" significa "conversación", no "sermón".
Sin embargo, los
seguidores de Jesús también eran seres humanos y tenían sus
defectos, sus problemas de egoísmo. Como protesta, San
Pablo en su primera carta a los cristianos de Corinto, donde les echa
una buena reprimenda, así les dice:
“Siguiendo con mis
advertencias, no los puedo alabar por sus reuniones, pues
son más para mal que para bien. En primer lugar,
según me dicen, cuando se reúnen, se notan
divisiones entre ustedes, y en parte lo creo. Incluso tendrá
que haber facciones, para que así se destaquen las
personas auténticas. Ustedes, pues, se reúnen, pero ya no
es comer la Cena del Señor, pues cada uno empieza sin
más a comer su propia comida, y mientras uno pasa
hambre, el otro se embriaga. ¿No tienen sus casas para
comer y beber? ¿O es que desprecian a la
asamblea de Dios y quieren avergonzar a los que no tienen
nada? ¿Qué les diré? ¿Tendré que aprobarlos? En esto no.
Yo he recibido del
Señor lo que a mi vez les he transmitido. El Señor
Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan y,
después de dar gracias, lo partió diciendo: «Esto
es mi cuerpo, que es entregado por ustedes; hagan esto
en memoria mía». De igual manera, tomando la
copa, después de haber cenado, dijo: «Esta copa es la
Nueva Alianza en mi sangre. Todas las veces que la
beban háganlo en memoria mía».
Fíjense bien: cada vez
que comen de este pan y beben de esta copa, están
proclamando la muerte del Señor hasta que venga. Por
tanto, el que come el pan o bebe la copa del Señor
indignamente peca contra el cuerpo y la sangre del Señor.
Cada uno, pues, examine su conciencia y luego
podrá comer el pan y beber de la copa. El que come y bebe
indignamente, come y bebe su propia condenación por
no reconocer el cuerpo, es decir, por no reconocer
su presencia...
"En resumen, hermanos,
cuando se reúnan para la Cena, espérense unos a
otros; y, si alguien tiene hambre, que coma en su
casa" ( hasta aquí lo que dice San Pablo).
O sea, partir el pan,
la fracción del pan o la cena del Señor (que hoy llamamos
misa), esa comida compartida, a la vez banquete de amigos,
iguales y celebración sagrada en torno a una mesa, compartiendo
el pan y vino con otros alimentos. No es que el pan se
convierta en Jesús es que Jesús es el pan vivo que alimenta a la
comunidad, su presencia nos alimenta. En la última Cena,
Jesús entrega su cuerpo y su sangre, entrega su vida, para
la vida de la gente.
Los que comparten,
comiendo y bebiendo en común, sienten que todos son uno.
Hacen comunidad: “Vosotros sois el cuerpo de Cristo”, dijo
San Pablo a los cristianos de Corinto.
Eso que hoy se llama
misa se llamaba en aquellos tiempos la cena del señor, se
partía el pan sobre la mesa (que no era altar, como se dice
hoy).
El pan era normal. En
la cena de Emaús tomaron pan normal. La comida de pan y pescado que el Señor da a los siete discípulos junto al lago aparece en el arte primitivo como comida eucarística. En la foto, pintura mural de la comida eucarística en las Catacumbas de San Calixto, de Roma (Cordon Press). La Iglesia ortodoxa usa pan normal. La Iglesia Católica usa pan ácimo. Lo mando el Concilio de Florencia (en el año 1439).
Esa fracción del pan se
solía hacer una vez a lasemana, el día del Señor (de
ahí viene dominica = domingo). Era la reunión de la
comunidad. No se hacía todos los días, ni hacía falta templo ni altar,
sino una sala y una mesa, donde todos se sentaban alrededor,
juntaban lo espiritual con lo material.
Y en aquellos tiempos,
fíjense, no tenían sacerdotes... Esa palabra sonaba mal.
Recordaban que los sacerdotes del templo de Jerusalén eran
quienes habían llevado a la muerte a Jesús. Ni había padres, ni madres.
Todos eran hermanos y hermanas.
Quien presidía la cena
del Señor, quien partía el pan, era la persona más digna; si
había algún apóstol o mujer que había estado cerca de Jesús o
de sus seguidores, presidía esa celebración ¡Qué
tiempos aquellos!
A mediados del siglo II, escribe el autor de la Carta a Diogneto: "Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres... Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria es tierra extraña. Se casan con todos; como todos, engendran hijos, pero no exponen los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes" (V,1-10).
En la Iglesia antigua,
cada comunidad participa en la elección de sus
dirigentes. San Cipriano (+ 258 d.C.) reclama este derecho incluso
frente al papa Esteban: “Que no se le imponga al pueblo un
obispo que no desee”. Dice San León Magno (+ 461 d.C.):
“Aquel que debe presidirlos a todos debe ser elegido por todos”. Y
también: “No se debe ordenar obispo a nadie contra el deseo
de los cristianos y sin haberlos consultado expresamente al
respecto”. En la cristiandad primitiva no se conocían las
parroquias. Cada comunidad tenía su obispo y cada obispo tenía su
comunidad.

Hoy que está
desapareciendo el sacerdote “normal”, o sea, varón y soltero (el concilio de
Trento, en el siglo XVI, enmendó la plana al mismo Jesús), conviene recordarlo:
San Pedro estaba casado, era presbítero (anciano), San Pablo estaba soltero y
la diaconisa Febe dirigía la comunidad que se reunía en su casa. Entonces
presbítero (anciano), obispo (supervisor) y diácono (servidor) eran lo mismo:
dirigentes de comunidades. La dirección era grupal, compartida. Pedro es
dirigente con otros. Por ello dice: "Yo presbítero con ellos", cuando
exhorta a los otros a pastorear el rebaño de Dios. Después vino el escalafón
jerárquico, pero al principio no era así. Lo que dijo Jesús es esto: “El que
quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro servidor”.
La vida de los
cristianos no era ir todos los días a misa. No había gente “de comunión
diaria”. Ni siquiera se llamaban cristianos. Se les llamaba los del
camino, porque les consideraban como judíos que proponían un
camino distinto, el camino que enseñó Jesús.
Jesús no propuso una
religión distinta. No dejó su religión para anunciar
el Evangelio. Él era un buen judío. Que daba importancia a lo
importante, a querer a la gente, a cuidar a los enfermos y a los
pobres, a proteger a los niños, a hacer iguales en respeto a
mujeres y hombres, a vivir la felicidad, lo que hoy llamamos
bienaventuranzas.
Y si no iban a misa
todos los días, qué hacían. Ya lo dijimos antes:
"Todos los que
habían creído vivían unidos; compartían todo cuanto
tenían, vendían sus bienes y propiedades y repartían
después el dinero entre todos según las necesidades
de cada uno. Alababan a Dios y se ganaban la simpatía
de todo el pueblo”.
Trabajaban para que el
país tuviera una vida mejor. Por eso, aquel apóstol
Santiago, al que llamaban hermano de Jesús,
machaca en la única carta que escribió:
“Hermanos, si uno dice
que tiene fe, pero no viene con obras, ¿de qué le
sirve? ¿Acaso lo salvará esa fe? Si un hermano o una hermana
no tienen con qué vestirse ni qué comer, y ustedes
les dicen: «Que les vaya bien, caliéntense y
aliméntense», sin darles lo necesario para el cuerpo, ¿de qué
les sirve eso?
Lo mismo ocurre con la
fe: si no produce obras, es que está muerta. Y sería fácil
decirle a uno: «Tú tienes fe, pero yo tengo obras. Muéstrame tu fe
sin obras, y yo te mostraré mi fe a través de las obras.
¿Será necesario
demostrarte, si no lo sabes todavía, que la fe sin obras no tiene sentido?
Entiendan, pues, que
uno llega a ser justo a través de las obras y no sólo por la fe.
Porque, así como un cuerpo sin espíritu está muerto, así también la
fe que no produce obras, está muerta”.
Pues eso es lo que está
pasando muchas veces en estos tiempos que no son aquellos.
Que nos quedamos en obras religiosas, ceremonias, procesiones,
rezos a veces cuanto más largos mejor, pero nos olvidamos de
lo que nos dice nuestro líder en el capítulo 25 de
Mateo: “Vengan benditos porque tuve hambre, estuve desnudo,
enfermo, en la cárcel, sin país donde vivir, sin
trabajo, techo, y ustedes vinieron a ayudarme.
Pero Jesús ¿cuándo te
vimos con hambre, emigrante, sin casa...?
Cuando lo hicieron con
cualquiera de esa pobre gente, lo hicieron conmigo”.
Y ustedes exclamarán:
¡QUÉ TIEMPOS AQUELLOS!
Pero se quedarán en los
tiempos de hoy diciendo que siempre se ha hecho
así y ¿no habrá quien les mueva?
PUES AHORA VAMOS A LOS TIEMPOS DE JESÚS; QUE AHORA
TENDREMOS QUE LLAMAR TIEMPOS FRANCISCANOS (el estilo de Francisco de Asís y del papa Francisco (Bergoglio) FIELES A JESÚS DE NAZARET.
Reflexión final
¡Que tiempos futuros!
No podemos quedarnos de
brazos cruzados. Hay que tomar conciencia de lo
que está pasando.
Desde hace 60 años se
está produciendo un acontecimiento lento, progresivo,
inexorable: la crisis que el Concilio Vaticano II detectó, los cambios
profundos y acelerados del mundo contemporáneo.
En el fondo, es la
sacudida del terremoto, como dijo el profeta Amós.
La pieza clave del
sistema de cristiandad, el cura tridentino, varón y célibe, está
desapareciendo.
El concilio de Trento
fundó los seminarios, o sea, la fábrica de curas, pero la fábrica
no funciona. El envejecimiento del clero es cada vez
mayor. La sangría es evidente. Por ejemplo, en España:
“La Iglesia española sufre una reducción drástica
de curas y monjas en siete años”, “la Iglesia católica
ha perdido en España 2.387 sacerdotes, el 12,3%
del total que tenía en 2012”, “según datos
recopilados de la Conferencia Episcopal, el número de
sacerdotes en España en 2019 era 16.960, que
tenían que atender a 22.993 parroquias” (EFE,
20-3-2022), “en 2021 se ordenaron 125
sacerdotes diocesanos y 19 seminaristas menores
pasaron al seminario mayor” (Aleteia, 5-5-2022).
El número de
seminaristas baja cada año. En 2019 ingresaron “236 alumnos, 46 menos
que hace un año”, “atrás quedan los años sesenta, donde más de
8.000 hombres se formaban en los seminarios
españoles y unos 24.500 oficiaban misa”, “la escasez de
seminaristas puede originar la falta de relevo
generacional en miles de parroquias, 15 especialmente en la
España rural, donde en la actualidad ya hay
sacerdotes que gestionan hasta una decena de pueblos por
falta de curas” (El País, 9-5- 2019), “el número de
sacerdotes que se ordena cada año en España desciende
de forma progresiva desde 2001”, “con una media
de 65 años por sacerdote, el relevo generacional es
ya una necesidad perentoria en el seno de la
Iglesia” (El Confidencial, 3-1-2017).
En la situación de
cristiandad, el reclutamiento vocacional funcionaba.
La Iglesia controlaba la sociedad, había
familias numerosas, las condiciones de vida eran precarias.
Ser cura suponía una promoción social. Ese
viejo mundo ha pasado. En esta situación de
crisis, no por casualidad, llegó el Concilio. La culpa no
la tuvo el Concilio, como piensan algunos. En
esta situación, ¿qué se puede hacer?, ¿por dónde va
el futuro de la Iglesia?
Una de las grandes
orientaciones conciliares es la vuelta a los orígenes,
a la experiencia de las primeras comunidades. El
concilio Vaticano II fue convocado para esto: “La obra del
nuevo Concilio Ecuménico tiende toda ella
verdaderamente a hacer brillar en el rostro de la Iglesia de
Jesús los rasgos más sencillos y puros de su
origen” (Juan XXIII, Un Señor, una fe, un
bautismo, 13-11-1960).
Siendo comunidad, la
Iglesia es luz de las gentes, signo levantado
en medio de las naciones. No es el
individuo, sino la comunidad quien puede
evangelizar. No es el individuo, sino la comunidad quien renueva
profundamente a la Iglesia. No es el
individuo, sino la comunidad quien puede realizar una
contestación efectiva de la sociedad presente, tal
y como está configurada. No es el individuo, sino la
comunidad, quien puede vivir hoy las señales del
Evangelio.
En los primeros tiempos
no había seminarios, pero había comunidades, en
las que se daban diversos carismas, también el de
presidencia. En la foto, Jesús López, en la eucaristía de la Comunidad de Ayala, cuyo 50 aniversario se celebra el próximo año.
Uno de los objetivos del Concilio
es la restauración de la unidad. "Llevamos más de un siglo rezando por la unidad de las Iglesias
cristianas. También se ha dialogado y se han hecho declaraciones conjuntas. Pero con eso no basta. Para que se cumpla la oración de Jesús: 'Que todos sean uno', hay que moverse, desinstalarse, cambiar. es cuestión de renovación y de forma".
Hay que volver al Evangelio, a los Hechos de los Apóstoles, a la experiencia de las primeras comunidades cristianas, dialogar con el mundo de hoy, descubrir las señales del tiempo presente, vivir hoy las señales del Evangelio. No se trata de hacer arqueología, sino de responder a los retos del presente y , de este modo, de preparar el futuro.