Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

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23 de junio de 2019

John Howard Griffin

Autor de Black Like Me, [Negro como yo], (1920-1980). 

“Voy a vivir del otro lado del río, y espero encontrar que no es diferente de este lado, y que ya no se puede justificar el demonizar al hombre por tan falsas razones.”

En 1959, John Howard Griffin viajó a Nueva Orleans. Allí con la ayuda de drogas, tinturas, y radiación, oscureció su piel, afeitó su cabeza, y “cruzó la línea hacia un país de odio, miedo, y desesperanza: el país del negro de los Estados Unidos”. Viajó durante dos meses a través del Sur profundo, y más tarde publicó sus observaciones en una serie de artículos en una revista y en un libro ampliamente aclamado: Negro como yo. El esfuerzo de Griffin por cruzar la frontera del color fue el gesto más dramático de una vida dedicada a una empatía radical. No obstante, para Griffin era simplemente una exploración más en el asunto que le preocupó durante toda su vida: la lucha por descubrir qué significa, finalmente, un ser humano.

Nacido en Texas el 16 de junio de 1920, Griffin fue educado en Francia, donde estudió medicina y música hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Luego de la ocupación alemana, ayudó a establecer una red para ayudar a judíos a salir del país, y se escapó por un pelo de ser arrestado por la Gestapo. Pasó la mayor parte de la guerra en el servicio militar, en el Pacífico Sur. Hacia el final, una explosión cercana dañó su visión y lo dejó completamente ciego. La experiencia de la ceguera y las graves enfermedades que sufrió a través de su vida le impusieron una dura elección: o bien entregarse a la desesperación o confiar en un propósito superior. “La tragedia”, escribió, “no está en la situación sino en la percepción humana de esa situación”. A pesar de su disminución, Griffin, estudió música, se casó y educó una familia, probó suerte como ganadero y escribió dos novelas. En el año en el que publicaba su segunda novela, entró en la Iglesia católica romana.

Luego, en 1957, sucedió algo milagroso. Un bloqueo circulatorio de la sangre del nervio óptico se abrió repentinamente, restaurando su visión. Vio a su esposa y sus dos hijos por primera vez. Durante varios años había estado estudiando teología, y en su diario describe la alegría que sintió al poder leer el Santo Oficio: “El alimento del alma, la normalidad del alma, penetrando más allá de las palabras, en su sentido más profundo, buscando y ansiándolo…Esta mañana, mi cansado cerebro, mi apaleado cerebro concibió la idea de leer los claros y negros tipos de Oficio. Y entonces encontró la entera razón y justificación de volver a ver.”

Al recuperar la visión, Griffin se volvió consciente de cuánto dejamos ver, de la manera en que las apariencias superficiales sirven de obstáculos a la verdadera percepción, especialmente en la ilusión que nos permite contemplar a nuestro prójimo como “el intrínseco otro”. En ninguna parte parecía esto más verdadero que en el caso del racismo americano. Sin embargo, Griffin se sorprendía ante el frecuente desafío de sus amigos negros: “La  única manera de saber lo que se siente consiste en despertarse dentro de mi piel.” Tomó estas palabras al pie de la letra. El resultado fue el viaje descripto en Negro como yo. 

El libro recibió y obtuvo una inmensa atención, si bien no todos los lectores reconocían  en él una obra espiritual. Las preocupaciones de Griffin iban más allá de un conjunto de condiciones sociales, hacia la enfermedad del alma que las sustentaba. Su libro era, en realidad, una meditación sobre los efectos de la deshumanización, tanto del perseguido como de los propios perseguidores. Como él lo describiera, sólo había cambiado el color de la piel, y sin embargo, eso cambiaba la totalidad. En forma repentina, se le cerraron las puertas, las sonrisas se volvieron miradas ceñudas, o peor aún. Descubrió la cara de odio que los estadounidenses blancos reservaba a los negros; fue una experiencia devastadora. “Los historiadores futuros”, escribió, “quedarán estupefactos  al ver que generaciones de nosotros vivimos en medio de esta enfermedad sin verla jamás, sin nunca sentir, realmente, de qué manera nuestro Sistema distorsionaba y deformaba las vidas humanas porque estas vidas habitaban cuerpos envueltos en una piel más oscura; y cómo, cooperar con este Sistema, distorsionaba y deformaba nuestros propias vidas de una manera sutil y terrible.

Luego de que se publicara su historia, Griffin quedó expuesto a una forma más personal de hostilidad. Su cuerpo fue colgado en efigie en la calle principal de su pueblo. Su vida se vio repetidas veces amenazada. Sin embargo, se entregó de lleno a una década de trabajo incansable en favor del creciente movimiento de derechos humanos. La necesidad lo forzó, muy a pesar suyo, al pale de activista. “Uno espera”, escribió, “que si actúa por ser de justicia y sufre las consecuencias, otros que comparten esa sed quedarán a salvo del terror de la persecución y el descrédito”. Y de esta manera, perseveró junto con aquellos que compartían “la dura y terrible comprensión de que, de alguna manera, debían oponer la calidad de su amor contra la cantidad de odio que recorre el mundo”.

Griffin sufrió, durante años, variadas enfermedades, algunas inducidas, posiblemente, por los tratamientos de la piel que había sufrido años atrás. Murió (de “todo”, según su esposa) el 8 de septiembre de 1980.

¿Cuál fue, finalmente, el sentido de su vida? “El mundo”, escribió una vez, “se ha visto salvado, siempre, por una minoría abrahámica…Ha habido, siempre, unos pocos que, en tiempos aciagos, estaban agudamente conscientes de la tragedia subyacente: la inútil destrucción de la humanidad”.

Por: Rosario Carrera

Fuente: Ellsberg R. (2001) Todos los Santos. Buenos Aires: Lumen