Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

4 de noviembre de 2022

EVANGELIO DOMINGO 6-Noviembre-2022 (Lc 20,27-38) Reflexiones J.A. Pagola

DIOS DE VIVOS

En aquel tiempo se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:

Maestro, Moisés nos dejó escrito: <<Si a uno se le muere su hermano dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano>>. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casado con ella.

Jesús les contestó:

En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor <<Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob>>. No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos (Lucas 20, 27-38).

¿ES RIDÍCULO ESPERAR EN DIOS?

Los saduceos no gozaban de popularidad entre las gentes de las aldeas. Era un sector compuestos por familias ricas pertenecientes a la élite de Jerusalén, de tendencia conservadora, tanto en su manera de vivir la religión como en su política de buscar un entendimiento con el poder de Roma. No sabemos mucho más.

Lo que podemos decir es que <<negaban la resurrección>>. No les preocupaba la vida más allá de la muerte. A ellos le iba bien en esta vida. ¿Para qué preocuparse de más? Para asegurar la continuidad del nombre, el honor y la herencia a la rama masculina de aquellas poderosas familias saduceas de Jerusalén.

Es de lo único que entienden.

Jesús critica su visión de la resurrección. La fe de Jesús en la otra vida no consiste en algo tan irrisorio: <<El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob no es un Dios de muertos, sino de vivos>>. Jesús no puede ni imaginarse que a Dios se le vayan muriendo sus hijos; Dios no vive por toda la eternidad rodeado de muertos.

Cuando se vive de manera frívola y satisfecha, disfrutando del propio bienestar y olvidando a quienes viven sufriendo, es fácil pensar solo en esta vida.

Cuando se comparte un poco el sufrimiento de las mayorías pobres, las cosas cambian.

A DIOS NO SE LE MUEREN SUS HIJOS

Antes que nada, Jesús rechaza la idea pueril de los saduceos, que imaginan la vida de los resucitados como prolongación de esta vida que ahora conocemos.

Hay una diferencia radical entre nuestra vida terrena y esa vida plena. Esa Vida es absolutamente <<nueva>>

 

Por una parte, el cielo es una <<novedad>> que está más allá de cualquier experiencia terrena, pero, por otra, es una vida <<preparada>> por Dios para el cumplimiento pleno de nuestras aspiraciones más hondas.

Jesús saca su propia conclusión, haciendo una afirmación decisiva para nuestra fe: <<Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos>>. Dios es fuente inagotable de vida.

Cuando nosotros los lloramos porque los hemos perdido en esta tierra, Dios los contempla llenos de vida porque los ha acogido en su amor de Padre.

Según Jesús, la unión de Dios con sus hijos e hijas no puede ser destruida por la muerte. Su amor es más fuerte que nuestra extinción biológica. Por eso, con fe humilde nos atrevemos a invocarlo: <<Dios mío, en ti confío. No quede yo defraudado>>(Salmo 25, 1-2).

AMIGO DE LA VIDA

<<Dios es amigo de la vida>>. Esta era una de las convicciones básicas de Jesús. Jesús no se puede ni imaginar que a Dios se le vayan muriendo sus criaturas. Dios es fuente inagotable de vida. Dios crea a los vivientes, los cuida, los defiende, se compadece de ellos y rescata su vida del pecado y de la muerte.

Probablemente Jesús no leyó nunca el libro de la Sabiduría, escrito hacia el año 5o antes de Cristo en Alejandría. Su mensaje acerca de Dios recuerda una página inolvidable de este sabio judío que escribe así: <<Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. ¿Cómo conservarían su existencia si tú no lo hubieras creado? Pero tú perdonas a todos porque son tuyos, Señor, amigo de la vida>> (Sabiduría 11, 23- 26).

Dios es amigo de la vida. Por eso se compadece de todos los que no saben o no pueden vivir de manera digna.

¿Cómo no amamos con más pasión la creación entera? ¿Por qué no cuidamos y defendemos con más fuerza la vida de todos los seres de tanta depredación y agresión? ¿Por qué no nos compadecemos de tantos <<excluidos>> para los que este mundo no es su casa? ¿Cómo podemos seguir pensando que nuestro bienestar es más importante que la vida de tantos hombres y mujeres que se sienten extraños y sin sitio en esta Tierra creada por Dios para ellos?.

Es increíble que no captemos lo absurdo de nuestra religión cuando cantamos al Creador y Resucitador de la vida y, al mismo tiempo, contribuimos a generar hambre, sufrimiento y degradación de sus criaturas.

¿POR QUÉ HEMOS DE MORIR?

¿Por qué hemos de morir, si desde lo más hondo de nuestro ser nos sentimos hechos para vivir? No es difícil de entender la actitud, hoy bastante generalizada, de vivir sin pensar en la <<otra vida>>. ¿Para qué, si solo estamos seguros de esta?

Sin duda, esta vida finita encierra un gran valor. Es muy grande vivir, aunque solo sea unos años. Es muy grande amar, gozar, crear un hogar, luchar por un mundo mejor. Pero hay algo que, honradamente, no podemos eludir: la verdad última de todo proceso solo se capta en profundidad desde el final. Así lo afirma la ciencia en todos los campos.

Si lo último que nos espera a todos y cada uno es la nada, ¿qué sentido último pueden tener nuestros trabajos, esfuerzos y progresos?, ¿qué decir de los que han muerto sin haber disfrutado de felicidad alguna?, ¿cómo hacer justicia a quienes han muerto por defenderla?, ¿y qué esperanza puede haber para nosotros mismos, que no tardaremos en desaparecer de esta vida sin haber visto cumplidos nuestros deseos de felicidad y plenitud?.

Desde los límites y la oscuridad de la razón humana, los creyentes nos abrimos con confianza al misterio de Dios. La invocación del salmista lo dice todo: <<Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado>> (Salmo 25, 1-2).

Lo único que sostiene al creyente es su fe en el poder salvador de ese Dios que, según Jesús, <<no es Dios de muertos, sino de vivos>>. Dios no es solo el creador de la vida; es el resucitador que la lleva a su plenitud.

 

AMOR Y FIESTA

Nuestra plenitud final está más allá de cualquier experiencia terrena, aunque la podemos evocar, esperar y anhelar como el fascinante cumplimiento en Dios de esta vida que hoy alienta en nosotros.

El amor es la experiencia más honda y plenificadora del ser humano. Poder amar y ser amado de manera íntima, plena, libre y total: esa es nuestra aspiración más radical. Si el cielo es algo ha de ser experiencia plena de amor: amar y ser amados, conocer la comunión gozosa con Dios y con las criaturas, experimentar el gusto de la amistad y el éxtasis del amor en todas sus dimensiones.

Pero <<donde se goza el amor nace la fiesta>>. Solo en el cielo se cumplirán plenamente esas palabras de San Ambrosio de Milán.

Conoceremos <<la fiesta del amor reconciliador de Dios>>. La fiesta de una creación sin muerte, rupturas y dolor, la fiesta de la amistad entre todos los pueblos, razas, religiones y culturas; la fiesta de las almas y los cuerpos; la plenitud de la creatividad y la belleza; el gozo de la libertad total.

 

AMOR Y FIESTA

Nuestra plenitud final está más allá de cualquier experiencia terrena, aunque la podemos evocar, esperar y anhelar como el fascinante cumplimiento en Dios de esta vida que hoy alienta en nosotros.

El amor es la experiencia más honda y plenificadora del ser humano. Poder amar y ser amado de manera íntima, plena, libre y total: esa es nuestra aspiración más radical. Si el cielo es algo ha de ser experiencia plena de amor: amar y ser amados, conocer la comunión gozosa con Dios y con las criaturas, experimentar el gusto de la amistad y el éxtasis del amor en todas sus dimensiones.

Pero <<donde se goza el amor nace la fiesta>>. Solo en el cielo se cumplirán plenamente esas palabras de San Ambrosio de Milán.

Conoceremos <<la fiesta del amor reconciliador de Dios>>. La fiesta de una creación sin muerte, rupturas y dolor, la fiesta de la amistad entre todos los pueblos, razas, religiones y culturas; la fiesta de las almas y los cuerpos; la plenitud de la creatividad y la belleza; el gozo de la libertad total.

Los cristianos miramos poco al cielo. No sabemos levantar nuestra mirada más allá de lo inmediato de cada día. No nos atrevemos a esperar mucho de nada ni de nadie, ni siquiera de ese Dios revelado como Amor infinito y salvador en Cristo resucitado. Se nos olvida que Dios <<no es un Dios de muertos, sino de vivos>>. Un Dios que solo quiere una vida dichosa y plena para todos y por toda la eternidad.

José Antonio Pagola

Colaboración de Juan García de Paredes.