SIN
DESANIMARNOS
En
aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar
siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:
Había
un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la
ciudad había una viuda que solía ir a decirle: <<Hazme justicia frente a
mi adversario>>; por algún tiempo se negó, pero después se dijo:
<<Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me
está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la
cara>>.
Y
el Señor respondió:
Fijaos
en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos,
que le gritan día y noche?, ¿o les dará largas?
Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? (Lucas 18, 1-8).
¿HASTA
CUÁNDO VA A DURAR ESTO?
La parábola es
breve y se entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma
ciudad. Un <<juez>> al que le faltan dos actitudes consideradas
básicas en Israel para ser humano. <<No teme a Dios>> y <<no
le importan las personas>>.
La
<<viuda>> es una mujer sola, privada de un esposo que la proteja y
sin apoyo social alguno.
En la tradición
bíblica, estas <<viudas>> son, junto con los huérfanos y los
extranjeros, el símbolo de las gentes más indefensas. Los más pobres de los
pobres.
La mujer no
puede hacer otra cosa sino presionar, moverse una y otra vez para reclamar sus
derechos, sin resignarse a los abusos de su <<adversario>>. Toda su
vida se convierte en un grito: <<Hazme justicia>>.
El juez no se
deja conmover. Después reflexiona y decide actuar. No por compasión ni por
justicia. Sencillamente para evitarse molestias y para que las cosas no vayan a
más.
Si un juez tan
mezquino y egoísta termina haciendo justicia a esta viuda, Dios, que es un
Padre compasivo, atento a los más indefensos, << ¿no hará justicia a sus
elegidos, que le gritan día y noche?>>.
La parábola
encierra antes que nada un mensaje de confianza. Los pobres no están
abandonados a su suerte.
De ahí la
pregunta inquietante del evangelio. Hemos de confiar; hemos de
<<gritarle>> y sin desanimarnos que haga justicia a los que nadie
defiende.
¿Es nuestra oración un grito a Dios pidiendo justicia para los pobres del mundo o la hemos sustituido por otra, llena de nuestro propio yo? ¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los que sufren o nuestro deseo de un bienestar siempre mejor y más seguro?
EL
CLAMOR DE LOS QUE SUFREN
Según Lucas es
una llamada a orar sin desanimarnos, pero es también una invitación a confiar
que Dios hará justicia a quienes le gritan día y noche.
En la tradición
bíblica, la viuda es símbolo por excelencia de la persona que vive sola y
desamparada.
Lo que pide la
mujer no es un capricho. Solo reclama justicia. Su petición es la de todos los
oprimidos injustamente. Un grito que está en la línea de lo que decía Jesús a
los suyos: <<Buscad el reino de Dios y su justicia>>.
Es cierto que
Dios tiene la última palabra y hará justicia a quienes le gritan día y noche.
Para una gran
mayoría de la humanidad, la vida es una interminable noche de espera. Las
religiones predican salvación. El cristianismo proclama la victoria del amor de
Dios encarnado en Jesús crucificado. Mientras tanto, millones de seres humanos
solo experimentan los abusos de sus hermanos y el silencio de Dios.
¿Por qué nuestra
comunicación con Dios no nos hace escuchar de una vez el clamor de los que
sufren injustamente y nos gritan de mil formas: <<Hacednos justicia>>?
La parábola nos interpela a todos los creyentes. ¿Seguiremos alimentando nuestras devociones privadas olvidando a quienes viven sufriendo? ¿Continuaremos orando a Dios para ponerlo al servicio de nuestros intereses sin que nos importen mucho las injusticias que hay en el mundo? ¿Y si orar fuese precisamente olvidarnos de nosotros y buscar con Dios un mundo más justo para todos?
DIOS
NO ES IMPARCIAL
Lucas presenta
el relato como una exhortación a orar sin <<desanimarnos>>, pero la
parábola encierra un mensaje previo, muy querido por Jesús. Este juez es la
<<antimetáfora>> de Dios, cuya justicia consiste precisamente en
escuchar a los pobres más vulnerables.
Dios no es este
tipo de juez imparcial. No tiene los ojos vendados. Conoce muy bien las
injusticias que se cometen con los débiles y su misericordia le hace inclinarse
a favor de ellos.
Esta
<<parcialidad>> de la justicia de Dios hacia los débiles es un
escándalo para nuestros oídos burgueses, pero conviene recordarla, pues en la
sociedad moderna funciona otra <<parcialidad>> de signo contrario:
la justicia favorece más al poderoso que al débil. ¿Cómo no va a estar Dios de
parte de los que no pueden defenderse?
Nos creemos
progresistas defendiendo teóricamente que <<todos los seres humanos nacen
libres e iguales en dignidad y derechos>>, pero todos sabemos que es
falso. Para disfrutar de derechos reales y efectivos es más importante nacer en
un país poderoso y rico que ser persona en un país pobre.
En la Iglesia se hacen esfuerzos por aliviar la suerte de los indigentes, pero el centro de nuestras preocupaciones no es el sufrimiento de los últimos, sino la vida moral y religiosa de los cristianos. Es bueno que Jesús nos recuerde que son los seres más desvalidos quienes ocupan el corazón de Dios.
¿PARA
QUÉ SIRVE REZAR?
En una sociedad
donde se acepta como criterio casi único de valoración la eficacia, el
rendimiento y la producción, no es extraño que surja la pregunta por la
utilidad y la eficacia de la oración. ¿Para qué sirve rezar? Esta es casi
nuestra única pregunta.
Se diría que
entendemos la oración como un medio más, un instrumento para lograr unos
objetivos determinados. Lo importante para nosotros es la acción, el esfuerzo,
el trabajo, la eficacia, los resultados. Y, naturalmente, orar cuando tenemos
tanto que hacer nos parece <<perder el tiempo>>. La oración
pertenece al mundo de <<lo inútil>>.
¿Cómo medir la
<<eficacia>> de todo esto que constituye, sin embargo, el aliento
que sostiene nuestro vivir?
La oración
cristiana es <<eficaz>> porque nos hace vivir con fe y confianza en
el Padre y en actitud solidaria con los hermanos.
La oración es
<<eficaz>> porque nos hace más creyentes y más humanos.Nos abre los
oídos del corazón para escuchar con más sinceridad a Dios.
Alienta nuestro
vivir diario, reanima nuestra esperanza, fortalece nuestra debilidad, alivia
nuestro cansancio.
El que aprende a dialogar con Dios y a invocarlo <<sin desanimarse>>, como nos dice Jesús, va descubriendo dónde está la verdadera eficacia de la oración y para qué sirve rezar. Sencillamente para vivir.
SIN
DESANIMARNOS
Una de las
experiencias más desalentadoras para el creyente es comprobar, una y otra vez,
que Dios no escucha nuestras súplicas. A Dios no parece conmoverle, la irritación o la incredulidad.
Hemos orado a
Dios, y no nos ha respondido. Le hemos gritado y ha permanecido mudo. Le hemos
rezado y no ha servido de nada. Nadie ha venido a secar nuestras lágrimas y
aliviar nuestra pena. ¿Cómo vamos a creer que es el Dios de la justicia y el
Padre de la misericordia? ¿Cómo vamos a creer que existe y cuida de nosotros?
Desde el
comienzo del mundo hay sufrimiento que aguardan una respuesta. ¿Por qué mueren
millones de niños sin conocer la alegría? ¿Por qué quedan desatendidos los
gritos de los inocentes muertos injustamente? ¿Por qué no acude nadie en
defensa de tantas mujeres humilladas? ¿Por qué hay en el mundo tanta estupidez,
brutalidad e indignidad?
Naturalmente es
Dios el acusado. Y Dios calla. Calla por siglos y por milenios. Pueden seguir
las acusaciones y las protestas. Dios no sale de su silencio. De él solo nos
llegan las palabras de Jesús: <<No temas. Solo ten fe>>.
Jesús murió
experimentando el abandono de Dios, pero confiando su vida al Padre. Nunca
hemos de olvidar sus dos gritos : <<Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?, y <<Padre, en tus manos dejo mi espíritu>>.
En esta actitud
de Jesús se recoge bien el núcleo de la súplica cristiana: la angustia de quien
busca protección y la fe indestructible de quien confía en la salvación última
de Dios. Desde esta misma actitud ora el seguidor de Jesús: <<sin
desanimarse>>.
José
Antonio Pagola
Colaboración de Juan García de Paredes.