El mensaje de hoy es muy sencillo de formular, pero
muy difícil de asimilar. Con demasiada frecuencia seguimos oyendo la fatídica
expresión: ¡Castigo de Dios! El domingo pasado decíamos que no teníamos que
esperar ningún premio de Dios. Hoy se nos aclara que no tenemos que temer
ningún castigo. “El Dios que premia a los buenos y castiga a los malos”.
Es un Dios que
interviene en la historia a favor del pueblo oprimido. Así lo creían ellos,
desde una visión mítica de la historia. No es Dios sino los seres humanos
quienes podemos alcanzar la salvación. Esto es muy importante. Somos nosotros
los responsables de que la humanidad camine hacia una liberación o que siga
hundiendo en la miseria a los humanos.
“Yo soy el que soy”.
Estamos ante la intuición más sublime de toda la Biblia. Dios no tiene nombre,
simplemente, ES. Todos sabemos que el discurso sobre Dios es siempre analógico,
es decir: sencillamente inadecuado, y solo “sequndum quid”, acertado. A la hora
de la verdad, lo olvidamos y defendemos esos conceptos como si fuera la realidad
de Dios.
El evangelio de hoy nos
plantea el eterno problema. ¿Es el mal consecuencia de un pecado? Así lo creían
los judíos del tiempo de Jesús y así lo siguen creyendo la mayoría de los
cristianos de hoy. Desde una visión mágica de Dios, se creía que todo lo que
sucedía era fruto de su voluntad. Los males se consideraban castigos y los
bienes premios.
Incluso la lectura de
Pablo que hemos leído se pude interpretar en esa dirección. Jesús se declara
completamente en contra de esa manera de pensar. Está claro en el evangelio de
hoy, pero lo encontramos en otros muchos pasajes; el más claro, el del ciego de
nacimiento en el evangelio de Jn, donde preguntan a Jesús, ¿quién peco, éste o
sus padres?
Debemos dejar de
interpretar como actuación de Dios lo que no son más que fuerzas de la
naturaleza o consecuencia de atropellos humanos. Ninguna desgracia que nos
alcance debemos atribuirla a un castigo de Dios; de la misma manera que no
podemos creer que somos buenos porque las cosas nos salen bien. El evangelio de
hoy no puede ser más claro, pero como decíamos el domingo pasado, estamos
incapacitados para oír lo que nos dice.
Si no os convertís,
todos pereceréis. La expresión no traduce adecuadamente el griego metanohte,
que significa cambiar de mentalidad. No dice Jesús que los que murieron no eran
pecadores, sino que todos somos pecadores y tenemos que cambiar de rumbo. Sin
una toma de conciencia de que el camino que llevamos termina en el abismo,
nunca lo evitaremos. Si soy yo el que camino hacia el abismo, solo yo podré
evitar el precipicio.
La parábola de la
higuera es clara. El tiempo para dar fruto es limitado. Dios es don
incondicional, pero no puede suplir lo que tengo que hacer yo. Tengo una tarea
asignada; si no la llevo a cabo, la culpa será solo mía. No tiene que venir
nadie a premiarme o castigarme. El cumplir la tarea y alcanzar mi plenitud es
el premio; no alcanzarla es el castigo.
¿Qué significa dar fruto? ¿En qué consistiría la salvación para nosotros aquí y ahora? Esta es la pregunta que nos debemos plantear. No se trata de hacer o dejar de hacer esto o aquello. La salvación no es alcanzar nada ni conseguir nada. Es tu verdadero ser, ya está en ti, porque ya estás identificado con Dios. Nuestra tarea consiste en descubrir y vivir esa realidad, que es tu verdadera salvación. Lo que no sea esta toma de conciencia es mitología.