Es muy importante para nuestra manera de vivir la fe reconstruir el momento que nos describe la segunda lectura de hoy: una cena de hermanos. Y no cualquier cena: La cena de Pascua.
Era un acontecimiento importante para el pueblo judío: recordaban su libertad y su nacimiento como pueblo nuevo. Era un momento fuerte en la vida de las familias, de los grupos, de las personas.
Para Jesús y su pequeña comunidad, fue un momento muy especial. Era su despedida. Iba a empezar el proceso final de su misión en la tierra. Y quiso compartirlo con sus amigos. Justo antes de comenzar su Pasión.
En aquella cena íntima, cercana y llena de emociones, Jesús hizo unos gestos y dijo unas palabras. Gestos y palabras que son su testamento final.
A mitad de cenar, Jesús tomó un pan. Con él, hizo tres gestos: bendecirlo, partirlo y repartirlo. Y, al hacerlo, a aquel pan le llamó ”Cuerpo”. “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo”. Para un judío, Cuerpo era lo mismo que “vida”. Tomad mi vida, y repartírosla. Mi vida ha sido un partirse y repartirse por los otros. Yo la pierdo por vosotros. Me he partido y repartido, muchas veces con dolor, por puro amor.
Aquellos hombres y mujeres empezaron a intuir. Así ha sido la vida del Maestro. Le hemos visto compartir sus alegrías y sus penas, su tiempo, sus bienes y su capacidad de amar. Como el Pan.
Y al final de la cena, en el momento de los brindis rituales por el pueblo, tomó una copa de vino. Y también hizo unos gestos y dijo unas palabras. Lo bendijo, lo pasó a todos para que bebieran, y le llamó “Sangre”. La sangre, separada del cuerpo, es la vida que se va. Es su muerte. Tomad también mi muerte. Lo que os he ido dando todos los días, gota a gota, os la entrego de una vez por todas al final. Ya más no os puedo dar. Me solidarizo para siempre con vuestra muerte y vuestras muertes, con vuestros dolores, vuestras soledades. Con vuestros momentos duros. Con vuestras desesperanzas. A partir de ahora, nunca estaréis solos con vuestro dolor. Yo lo he hecho mío.
Y el evangelio de hoy es impresionante: sólo se entiende el seguimiento de Jesús compartiendo nuestro pan con quien lo necesita.
Hace unos años, hubo unas fotografías que dieron la vuelta al mundo. Las fotos de monseñor Oscar Romero, hoy ya santo, ensangrentado al pie del altar, asesinado mientras celebraba la Eucaristía. Su sangre quedó unida al vino que iba a consagrar y que se iba a convertir en la Sangre de Cristo, entregada para darnos hoy esa vida, y una vida en plenitud. Él había dicho pocos días antes: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Él, y tantos otros, han dado su vida y su muerte por los demás.
Cuerpo y sangre.
Vida y muerte, regalada por nosotros. Presencia que acompaña, que se
solidariza, que se acerca. Que nos hace
vivir y resucitar cada día. ¡Que nos dice que el amor no se muere!
La celebración de la Eucaristía no solo nos une a Jesús, sino también a todos los hombres y mujeres que nos rodean y que nos necesitan. La Eucaristía es para la vida. No podemos dejarla reducida a un rito. Es una comida de hermanos que nos debe ayudar a ser, de verdad, hermanos.
Termino con unas palabras de Pedro Casaldáliga, obispo que murió en Brasil hace ya años:
Hambre de ti nos
quema, Muerto vivo,
Cordero
degollado en pie de Pascua.
Sin alas y sin
ángeles testigos,
Somos llamados a
palpar tus llagas.
En todos los
recodos del camino
Nos
sobrarán tus pies para besarlas.
Tantos sepulcros
por doquier, vacíos
De compasión,
sellados de amenazas.
Callados a su
entrada, los amigos,
Con miedo del
poder o de la nada.
Pero nos quema
aún tu hambre, Cristo,
Y en ti podremos
encender el alba.
Colaboración de Juan García de Paredes.