Homilía del día de la Santísima Trinidad.
En aquel tiempo dijo
Jesús a sus discípulos: Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis
con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad
completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará
lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo
anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho:
Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros.
Juan 16, 12-15
Se ha hablado de la Santísima Trinidad de mil maneras. De pequeño a mí me parecía un acertijo, algo en lo que había que creer porque sí. Hay una historia muy conocida que me contaban de pequeño: la de San Agustín, paseando por la playa y cavilando sobre este misterio, y que se encuentra con un niño, que con su cubo llenaba del agua del mar un agujero en la arena. Al preguntarle el Santo, el niño contestó que quería vaciar el mar. San Agustín exclamó: “¡Eso es imposible!”. Y el niño le respondió: “Más imposible todavía es que tú comprendas el misterio de la Santísima Trinidad”.
Yo estudié durante todo un año el tratado sobre la Trinidad. Para quedarme con muy poca cosa. Incluso lo comentábamos: lo que encierra esta Palabra de Jesús tiene que ser asequible para los sencillos, los pobres, los humildes, que fueron los que sintonizaron con su mensaje.
Parto de Cristo. Él fue un ser humano como nosotros, cercano y amigo. Él rió y lloró, Él tuvo amigos y enemigos, Él se sintió solo y abandonado, y a la vez gozó con la amistad. Jesús es el “Dios con nosotros”, el Dios hermano, el Dios amigo, el Dios humano.
Él habló de Dios como de su Padre. Él cambió profundamente la imagen de Dios del Antiguo Testamento. El Dios de Jesús es el Dios Papá y Mamá, el Dios de ir por casa, el Dios “en zapatillas”. Y nos dijo que no sólo era suyo, sino también de todos. Nos enseñó el Padrenuestro.
Él terminó su vida en la tierra. Hace dos domingos celebrábamos la Ascensión. Pero no nos dejó huérfanos. Nos dejó su Espíritu, que es el que nos hace estar aquí, el que nos une, el que nos hace vibrar. El domingo pasado celebramos la Pascua de Pentecostés, con la que terminó el tiempo pascual.
La Trinidad es nuestra Madre y compañera. Nos enseña que no podemos ser felices solos, nos alienta para que no perdamos nada que tenga algo que ver con el amor. Celebrar su fiesta implica comprometernos en un modo de vivir vinculado, que se deja afectar por todo lo que les ocurre a los otros.
La Trinidad es, a fin de cuentas una manera de decir que Dios es Amor. Que Dios no es algo frío e impersonal, un ser solitario e inerte, sino vida compartida, amor comunitario, amistad gozosa, ternura, vida en plenitud. Dios nunca será alguien que nos ciega con su poder divino. Dios es amor que acoge, amistad que nos envuelve, ternura que nos busca por todos los caminos de nuestra pobre vida.
Dios ama al mundo. Lo ama tal como es. Inacabado e incierto. Lleno de conflictos y contradicciones. Capaz de lo mejor y de lo peor.
Dios ama a todo el género humano, no solo a la Iglesia. Dios no es propiedad de los cristianos. No puede ser acaparado por ninguna religión. No cabe en ninguna catedral, mezquita o sinagoga.
Dios habita en todo ser humano, acompañando a cada persona en sus gozos y en sus desgracias. Dios no sabe ni quiere ni puede hacer otra cosa sino amar, pues en lo más íntimo de su ser es amor. Por eso, dice el evangelio que Dios ha enviado a su hijo al mundo, no para condenar, sino para salvar. Ama el cuerpo tanto como el alma. Lo único que desea es ver ya, desde ahora y para siempre, a la humanidad entera disfrutando de su creación.
Este Dios sufre en la carne de los hambrientos y humillados de la tierra. Está en los oprimidos defendiendo su dignidad, y en los que luchan contra la opresión alentando su esfuerzo. Está en los enfermos y en los que los cuidan. Está siempre en nosotros para “buscar y salvar” lo que nosotros echamos a perder.
Dios es así. Nuestro mayor error sería olvidarlo. Más aún. Encerrarnos en nuestros prejuicios, condenas y mediocridad religiosa, impidiendo a las gentes cultivar esta fe sencilla y abierta. ¿para qué sirven los discursos de los teólogos, moralistas, predicadores y catequistas, si no despiertan el amor, si no hacen crecer en el mundo la amistad, si no hacen la vida más bella y luminosa, recordando que el mundo está envuelto por los cuatro costados por el Amor de Dios?
Por eso, la presencia de Dios en el mundo es sublime y discreta, como lo es siempre la ternura y el amor verdadero. Solo quien sabe de amor sabe de Dios. Solo quien es capaz de vivir incondicionalmente la amistad, de irradiar amor y bondad en esta sociedad egoísta, de poner un poco de ternura en la construcción de este mundo, puede encontrar a Dios.
Solo quien se deja “ensuciar” (“l’amore sporca”), solo quien se mete en el ruedo de la vida, sólo quien se compromete haciendo suyos los dolores y las angustias de sus hermanos y hermanas, solo quien goza de la amistad, solo quien ríe con los que ríen y llora con los que lloran, solo quien se pone en la piel del otro… puede descubrir que Dios es Amor, un misterio de Amor. “Tanto amó Dios al mundo…”
Tanto estudiar para quedarme con que Dios es
Amor.
Así de sencillo
y, a la vez, así de sublime.
Colaboración de Juan García de Paredes.