En Belice hay decenas
de miles de descendientes mayas. Luchan por la supervivencia de sus
tradiciones. María García conserva los conocimientos ancestrales sobre plantas
medicinales. Pero la selva donde crecen está en peligro.
Es la estación seca en
Belice; 40 grados, semanas sin una gota de lluvia. La selva tropical está
sedienta. María García, una mujer vestida de blanco y con el pelo recogido en
un moño, agita un cuenco humeante en medio de los árboles de la selva e invoca
al dios de la lluvia en la lengua de sus antepasados. Protege su cultura
indígena. A unos kilómetros al sur, el agricultor maya Marcelino Teul teme por
su cosecha de maíz. Al igual que para sus antepasados, el maíz es la base de su
existencia, el alimento principal y la primera fuente de ingresos para él y su
esposa Dominga. Ambos viven en una zona muy remota del bosque. ¿Cómo van a
llegar a fin de mes? Frank Tzib, de 23 años, está a punto de dar un gran paso.
Sueña con investigar la casi olvidada escritura maya, compartir sus conocimientos
al respecto y convertirse algún día en profesor. Una llamada desde Estados
Unidos le acerca un poco más a la realización de ese sueño. Frank, María,
Dominga y Marcelino: todos ellos son mayas de Belice. Y quieren preservar el
legado de sus antepasados; contra viento y marea.