A menudo, suelo preguntarme qué quieren decir las
personas cuando utilizan la palabra “Dios”. Hablan de Él como si fuera una
realidad evidente, algo que constatamos como si de un objeto se tratara,
proyectando muchas veces sobre la divinidad una imagen pueril, y aprisionándola
en todo tipo doctrinas que pretenden indicarnos en qué consiste el Ser de Dios.
La existencia de lo divino ha acontecido entre los
hombres desde los albores de la humanidad. Aquellos primeros seres humanos que
habitaron este planeta experimentaban una profunda admiración ante la realidad
en la que se encontraban inmersos. Intuían el Misterio de la existencia y lo
expresaban de diversas maneras. A pesar de
los miles de años que han trascurridos desde aquél entonces, los hombres
modernos no hemos perdido la capacidad de admiración que apreciaban los antiguos. La ciencia va revelando los
enigmas de la existencia del mundo, en la medida que avanza en su investigación
con métodos cada vez más rigurosos que nos permiten conocer el funcionamiento
autónomo de nuestro universo, pero no puede desvelar el Misterio Inefable que
habita detrás de lo incognoscible por el hombre y que habita en el fondo de
nuestro ser . De ese Misterio pretendo hablar hoy, del cual no sé nada, pero que experimento en mi vida
diaria y al interpelarme sobre el sentido último de la existencia.