El sistema económico mundial genera un fenómeno nuevo: los excluidos no son “explotados”, sino desechos, “sobrantes”.
La economía del mundo,
desde sus sistemas e instituciones que la sostienen y de quienes la dirigen a
todo nivel, se inspira en la avaricia y se orienta a la acumulación sin límites
y a la especulación financiera voraz, generando una creciente desigualdad
social tan evidente: pocos que nadan en la abundancia y muchos que viven en la
miseria.
Esta desigualdad no es
porque Dios bendice al rico y maldice al pobre, como se proclama subliminalmente
desde algunos púlpitos que legitiman el sistema económico imperante, cerrando
los ojos ante ese pecado estructural, animado por la idolatría de la riqueza y
la “teología de la prosperidad”.
Ante este fenómeno donde los seres humanos son “sobrantes” nos llega la Buena Noticia del domingo (Lucas 12, 13-21), con este planteamiento: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del ser humano no depende de la abundancia de bienes que posea”. Las élites del tiempo de Jesús y de hoy no entendieron este criterio fundamental y de sentido común para la búsqueda del bienestar ciudadano y de un desarrollo humano e integral al alcance a todos.
Lo constatamos en la
guerra arancelaria desatada arbitrariamente por el gobierno del norte, sumado a
su política racista, discriminadora y criminal contra los migrantes, con la
finalidad de hacer grande esa nación mediante la avaricia y la acumulación de
los más ricos y poderosos, animados por la consigna: Make America Great Again
(Hagamos grande a los Estados Unidos otra vez).
También lo verificamos
en las leyes bancarias de los países, en las políticas económicas que impulsan
los gobiernos y en las grandes instituciones financieras del mundo, que
construyen su visión y estrategia inspirada en la conducta del “hombre rico” de
la parábola, quien, ante un resultado exitoso de su trabajo, no piensa en su
familia, en sus trabajadores ni en la sociedad en que vive; no para regalar el
buen resultado de su gestión, sino para invertir, buscando el mayor éxito de
todos.
“Eviten toda clase de
avaricia, porque la vida del ser humano no depende de la abundancia de bienes
que posea”. (Jesús)
Más bien, su criterio
es acumular disponiéndose a “guardar todo lo que tiene”, quiere hacerse más
rico y pensar solo en su bienestar egoísta descrito en cuatro acciones:
“descansar, comer, beber y darse la buena vida”. Al proceder así, es un
“insensato”, falto de criterio y de sabiduría para saber orientarse en la vida.
Esta mentalidad es la
misma que prevalece en la sociedad actual, según Francisco en Evangelii
gaudium, donde la mayoría de las personas viven precariamente el día a día con
consecuencias funestas: sobreviven bajo “el miedo y la desesperación”, su
alegría es fugaz, no tienen respeto unos con otros, crece la violencia y se
fomenta una inequidad cada vez más patente.
Los grupos de poder,
motivados por la avaricia, controlan a los gobiernos elegidos democráticamente,
dominan a las naciones y manipulan las instituciones financieras para favorecer
sus intereses de acumulación y de su bienestar; además, diseñan políticas
económicas que generan, según la denuncia del papa Francisco, “exclusión e
inequidad”, promueven una economía que mata, desarrollan el “juego de la
competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más
débil”. En consecuencia, “grandes masas de la población se ven excluidas y
marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida”.
Dentro de los
postulados de esta economía, el ser humano es un bien de consumo, se usa y
luego tirar, generando “la cultura del descarte”. El sistema económico mundial
pasó de la explotación y la opresión, a la exclusión y el “descarte”, socavando
“la pertenencia a la sociedad”, pues ya no se está ni abajo ni en la periferia,
o sin poder, sino fuera. (Francisco).