Mientras las bombas
siguen cayendo en Gaza, el mundo se enfrenta cada día a una verdad incómoda que
evidencia que la vida humana no tiene el mismo peso en todos los rincones del
planeta.
Más de 60.000 muertos,
que algunos expertos elevan a más de 100.000, entre ellos miles de niños,
cientos de miles de heridos, hospitales colapsados operando sin electricidad y
dos millones de personas sobreviviendo aterrados y atrapados con menos de 500
calorías al día.
Las fosas comunes se cavan a toda prisa mientras los líderes del mundo emiten comunicados, convocan reuniones y prometen ayudas que llegan tarde, o nunca.
La última gran protesta
se ha llevado a cabo hace unas horas en Australia, donde decenas de miles de
personas han cruzado bajo la lluvia el icónico puente de Sídney. Lo han hecho
pese a que la Policía había negado la autorización para transitarlo.
Una ‘Marcha por la
humanidad’ a favor de Palestina, por la dignidad humana de su población, para
exigir un alto al fuego inmediato y la apertura de corredores humanitarios
reales.
Miles de personas han
gritado y lo han hecho para que se escuche que lo que ocurre en Gaza no es un
problema lejano sino un espejo que nos desafía como sociedad global.
No olvidemos jamás el
derecho a existir, el derecho a comer, el dormir sin miedo o, tristemente, el
derecho a enterrar a un hijo sin que una bomba caiga sobre su tumba.
Sí el mundo no puede
detener, o siquiera aliviar, la agonía de Gaza, ¿qué nos queda? ¿Cuántos
inocentes más deben morir para que dejemos de justificar lo injustificable?
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