Cena Ecológica, parte de la pintura de Maximino Cerezo arreglo: Ana Isabel Pérez y Martín Valmaseda

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22 de noviembre de 2020

Biografía: Los mártires de El Salvador

Los mártires de El Salvador

Juan José Tamayo

Universidad Carlos III, Madrid

Con  nocturnidad, alevosía y sin piedad. Así asesinaron los militares del Ejército de El Salvador al filo de la madrugada del 16 de noviembre de 1989 en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) a seis jesuitas y dos mujeres salvadoreñas. Entraron en la residencia disparando y el primer tiro fue a dar al corazón de monseñor Romero en una fotografía suya que colgaba de la pared. Diez años después de su asesinato, sabían que seguía vivo en la memoria del pueblo salvadoreño y querían matarlo de nuevo. Luego sacaron a los jesuitas al patio, les obligaron a tumbarse boca abajo y les dispararon a la cabeza.


Quiero recordar sus nombres para que queden fijados en la memoria colectiva como ejemplo vivo de compromiso ético y de fidelidad evangélica: Joaquín López, 70 años, salvadoreño, fundador de la UCA a mediados de los sesenta y director de la obra latinoamericana de promoción social “Fe y Alegría”, Segundo Montes, burgalés, 56, años, director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA; Juan Ramón Moreno, español, de la misma edad, subdirector del Centro Monseñor Romero; Amando López, español, 53 años, profesor de teología; Ignacio Martin Baro, 47 años, vallisoletano, vicerrector de grado de la UCA; Ignacio Ellacuría, 59 años, vasco, rector de la UCA, filósofo y teólogo. Eran lo más granado de la inteligencia salvadoreña y el referente del catolicismo liberador.

Junto a los seis jesuitas mataron a dos mujeres que realizaban tareas domésticas en la residencia de la Compañía de Jesús, para que no hubiera testigos del múltiple e inmisericorde asesinato y los crímenes quedaran impunes. Eran Julia Elba, una mujer que llevaba trabajando desde los diez años, y su hija Celina, de quince años.

Luego arrasaron los archivos y las oficinas de la publicación Carta a las Iglesias, quemaron de manera selectiva máquinas de escribir, ordenadores, grabadoras y aparatos de video, que se derritieron con la sustancia química que arrojaban las armas.

El óctuplo asesinato causo una gran conmoción en el mundo entero, que no salía de su asombro ante tamaño atentado, que superaba todos los límites de la irracionalidad de la violencia institucional. Una violencia que no era ciega, como se ha querido presentar, sino premeditada y perfectamente calculada para terminar con un cristianismo evangélico e incómodo que denunciaba la represión del Ejército contra el pueblo indefenso, acusaba a los empresarios de controlar el patrimonio nacional como si fuera su finca privada y señalaba con el dedo a los gobernantes por actuar a su antojo.

“¿Por qué los mataron?”, se preguntaba desconsolado su compañero el teólogo Jon Sobrino, que se libró de la matanza, por encontrarse de viaje  en Tailandia. Él mismo respondía: porque analizaron la realidad y sus causas con objetividad dijeron la verdad del país en sus publicaciones y declaraciones públicas, desenmascararon la mentira y practicaron la denuncia profética. “¡Y eso no se perdona!”.

Aquellos asesinatos eran, en realidad, la crónica de una muerte anunciada, que había comenzado en 1976 con el estallido de una bomba en la UCA y continúo en los años sucesivos hasta la colocación de bombas en quince ocasiones en diversas zonas de la universidad: la residencia de los jesuitas, las dependencias de la administración, el centro de cómputo. Y todo por defender el diálogo como método para erradicar la violencia, para lograr la reconciliación de los sectores enfrentados y conseguir un clima de paz fundado en la justicia. Pero, para el ejército salvadoreño, los gobernantes y los oligarcas, trabajar por la paz era lisa y llanamente una traición y quienes querían transitar por el camino de la reconciliación eran considerados traidores. Varias veces fueron bombardeadas la biblioteca y la imprenta. Volvían a hacerse realidad, como tantas veces en la historia, las premonitoras palabras del poeta alemán Heinrich Heine: “Donde se queman libros se termina quemando también personas”. Lo mismo había sucedido con la Biblioteca de Alejandría; se empezó destruyendo la Biblioteca y se terminó matando a los paganos que se negaban a convertirse al cristianismo, entre ellos a la astrónoma, matemática y filosofa pagana Hypatia bajo la instigación del obispo Cirilo de Alejandría, como escenifica ejemplarmente la película Ágora.

Los asesinatos de los jesuitas se sumaban a los casi setenta mil que se habían  producido hasta entonces en una guerra que duraba ya más de diez años en el pequeño país centroamericano que se desangraba a borbotones y perdía a gente de toda clase y condición: hombres, mujeres, niñas, niños, jóvenes ancianos, políticos, intelectuales, científicos, sacerdotes, religiosos, religiosas, escritores, campesinos, líderes locales, educadores, economistas, etc. El Ejército se ensañó especialmente con los líderes de comunidades de base y del movimiento campesino, con los sacerdotes, los religiosos y religiosas, los teólogos y las teólogas de la liberación, que se convirtieron en blanco privilegiado de las balas al ir desarmados y no contar con protección. Eran, precisamente, los más cercanos a los sectores populares, al “pueblo crucificado”, por emplear el lenguaje teológico de Ignacio Ellacuría, y, por ello, presa fácil de la violencia militar.

De nuevo, la Iglesia perseguida, pero ahora no por el comunismo, sino por un gobierno católico, apostólico y romano con el de Napoleón Duarte. Eran los propios católicos instalados en los puestos de mando del Ejército y del Poder Ejecutivo quienes disparaban u ordenaban disparar contra los otros católicos, quienes acusaban de subversivos y enemigos de la Patria, cuando su único delito era defender la justicia, poner en practica la parábola del buen samaritano, colocarse del lado del “¡Cuidado, monseñor, que el comunismo ha entrado en la Iglesia” le dijo Juan Pablo II a monseñor Romero, arzobispo de San Salvador durante su última visita al Vaticano. “Santidad, no son los comunistas quienes asesinan a los sacerdotes en El Salvador”, le respondió con firmeza y seguridad.

La persecución contra los sectores cristianos más comprometidos con los sectores populares empobrecidos había comenzado doce años atrás con el asesinato, en 1977, del jesuita Rutilio Grande y de dos campesinos. Continuó con el crimen de monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, la tarde del 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la eucaristía. La misma ceremonia de violencia sacrificial volvía a repetirse en diciembre de ese mismo año con el asesinato de cuatro religiosas norteamericanas que trabajaban en zonas populares.

Y mientras la Iglesia de la liberación era perseguida y sus líderes más representativos, asesinados, ¿cuál fue la actitud del Vaticano? Yo creo que puede hablarse de cierta complicidad, ya que desde el comienzo condenó la teología liberación, impuso silencio a algunos de sus principales cultivadores y los acusó – también a los jesuitas de la UCA- de marxistas sin sentido crítico, de desviarse de la doctrina católica, de politizar la fe y ponerla al servicio de la subversión e incluso de apoyar la violencia. Acusaciones todas ellas infundadas que no se correspondían ni con su estilo de vida ni con su teología y que dejaban a los teólogos solos e indefensos ante los escuadrones de la muerte. Las cosas no han cambiado. El Vaticano sigue condenando a los teólogos y teólogas de la liberación- el último, Jon Sobrino, compañero de los mártires salvadoreños- y se resiste a reconocer como mártires a quienes trabajaron por la paz y fueron perseguidos por amor a la justicia, contraviniendo así las Bienaventuranzas, que son la carta fundacional del cristianismo.

Tomado de Revista Realidad